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EDITORIAL | EL REFLEJO BRUTAL DEL PERÚ DE HOY

Nuestro editorial de hoy lunes 5 de mayo de 2025
Redacción RI

EL REFLEJO BRUTAL DEL PERÚ DE HOY 

La masacre en la mina La Poderosa, en Pataz, región La Libertad, donde trece trabajadores fueron brutalmente asesinados, no es un hecho aislado ni un simple episodio de violencia. Es un espejo cruel que refleja el rostro desencajado del Perú actual: un país fracturado por la inseguridad, la informalidad y la ausencia de un Estado capaz de ejercer autoridad real. Este comentario busca analizar las raíces de esta tragedia, sus implicancias y las urgencias que enfrenta el país para revertir un rumbo que amenaza con hundirlo aún más en el caos.

Lo ocurrido en Pataz es la culminación de una serie de fallas sistémicas que han carcomido al Perú durante años. La inseguridad no es un fenómeno nuevo, pero su escalada en los últimos tiempos revela una realidad alarmante: el Estado ha perdido el control de vastos territorios, cediendo el poder a bandas criminales organizadas que operan con una impunidad casi absoluta. Estas mafias no solo extorsionan y asesinan, sino que han logrado infiltrarse en sectores clave como la minería informal, el transporte y el comercio, generando economías paralelas que prosperan en la ausencia de regulación y fiscalización.

La informalidad, que afecta a más del 70% de la economía peruana según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), es el caldo de cultivo perfecto para esta violencia. En regiones como La Libertad, donde la minería artesanal e ilegal es una fuente de empleo para miles de familias, la falta de políticas públicas efectivas ha dejado a los trabajadores a merced de grupos criminales que imponen sus propias leyes. Los trece trabajadores asesinados en Pataz no solo son víctimas de un acto violento, sino también de un sistema que los abandonó, obligándolos a operar en un limbo legal donde la protección estatal es una quimera.

El gobierno de Dina Boluarte y su premier Gustavo Adrianzén encarnan la desconexión entre las élites políticas y la realidad del país. Las declaraciones del premier tras la masacre, marcadas por un tono tibio y promesas vacías, reflejan una falta de liderazgo que agrava la percepción de un Ejecutivo a la deriva

La respuesta de Adrianzén, lejos de transmitir confianza o determinación, parece más un intento de salvar apariencias que de asumir la responsabilidad que su cargo exige. Por su parte, la presidenta Boluarte, cuya gestión ha sido cuestionada desde su ascenso al poder, opta por priorizar su imagen pública en lugar de enfrentar el caos con la firmeza que el momento demanda. Esta actitud no solo genera indignación, sino que refuerza la sensación de un gobierno que no escucha ni protege a sus ciudadanos.

El contraste entre la organización de las bandas criminales y la desarticulación del Estado es alarmante. Mientras los delincuentes operan con logística, armamento y estrategias cada vez más sofisticadas, las instituciones encargadas de garantizar la seguridad —como la Policía Nacional y el Ministerio del Interior— parecen desbordadas y mal equipadas. Las estrategias fallidas, como planes de seguridad que nunca se implementan o anuncios grandilocuentes sin resultados concretos, han erosionado la confianza ciudadana. Según una encuesta de Ipsos (2024), el 82% de los peruanos considera que la inseguridad es el principal problema del país, y la percepción de un gobierno incapaz de enfrentarlo es casi unánime.

La masacre de Pataz es un capítulo más de una ola de violencia que se ha normalizado de manera aterradora. El sicariato, las extorsiones y los enfrentamientos entre bandas son noticias diarias que ya no sorprenden, pero que evidencian un deterioro social profundo. En Lima, como Callao y San Martín de Porres viven bajo el yugo de la extorsión, mientras que en el interior, zonas como La Libertad, Áncash y el VRAEM son feudos de economías ilícitas. El miedo se ha instalado en las calles, y la sensación de desprotección es generalizada.

Esta normalización de la violencia tiene raíces en la desigualdad y la exclusión. El Perú, a pesar de su crecimiento económico en las últimas décadas, sigue siendo un país profundamente desigual, donde el acceso a servicios básicos, educación y empleo digno es un privilegio para pocos. La minería informal, como en Pataz, no es solo una actividad económica, sino un reflejo de la falta de alternativas para miles de peruanos que, ante la indiferencia del Estado, encuentran en ella una forma de subsistencia. Sin embargo, este sector, que aporta significativamente al PIB, opera en un marco de desregulación que lo hace vulnerable a la explotación y la violencia.

La indignación por lo ocurrido en Pataz es legítima, pero insuficiente. El Perú necesita un cambio de rumbo urgente que vaya más allá de discursos o medidas cosméticas. Este cambio exige, en primer lugar, un liderazgo político capaz de articular una estrategia integral contra la inseguridad. Esto incluye fortalecer a la Policía Nacional con recursos, capacitación y tecnología; desarticular las redes criminales mediante inteligencia y cooperación internacional; y, sobre todo, recuperar la presencia del Estado en las zonas más vulnerables.

En segundo lugar, es imprescindible abordar la informalidad como un problema estructural. Formalizar sectores como la minería no solo implica regularizar actividades, sino también generar condiciones para que los trabajadores tengan acceso a derechos laborales, seguridad social y protección. Esto requiere inversión en infraestructura, educación y desarrollo económico en regiones olvidadas por el centralismo limeño.

Finalmente, la clase política debe asumir su responsabilidad histórica. La crisis actual no es solo producto de la gestión de Boluarte, sino de décadas de improvisación, corrupción y desidia. La ciudadanía, hastiada de promesas incumplidas, exige resultados concretos. La confianza en las instituciones no se recuperará con palabras, sino con acciones.

Pataz no es solo una tragedia; es una advertencia. Si el Perú sigue mirando hacia otro lado, ignorando las grietas de su sistema, lo ocurrido en La Poderosa será apenas el preludio de un colapso mayor. La vida humana, que hoy vale cada vez menos, debe volver a ser el centro de las prioridades nacionales. Los trece trabajadores asesinados no son solo números; son el rostro de un país que clama por justicia, seguridad y dignidad.

Por: José Matta Guerrero 

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