Editorial
LA CADENA ROTA DE SUS PRESIDENCIAS
#Editorial | LA CADENA ROTA DE SUS PRESIDENCIAS
El Perú de hoy carga sobre sus hombros una verdad incómoda, dolorosa y profundamente reveladora: hemos tenido más expresidentes procesados, sentenciados o prófugos que líderes capaces de conducir la nación con decencia. Esta es una radiografía que avergüenza, pero también una llamada urgente a la reflexión sobre las causas profundas de nuestra inestabilidad política y la corrosión moral de quienes llegaron al poder.
La historia reciente es el espejo donde se reflejan los errores no corregidos y las heridas que aún supuran. Alberto Fujimori fue el primer interno del penal de Barbadillo, condenado a 25 años por violaciones de derechos humanos y corrupción, un hecho que marcó un antes y un después en la justicia peruana. Alan García, acorralado por las investigaciones, eligió quitarse la vida antes de someterse a la ley, dejando una estela trágica que aún divide al país. Pedro Pablo Kuczynski, un presidente que llegó con el discurso técnico y anticorrupción, terminó cumpliendo prisión preventiva y hoy enfrenta una solicitud fiscal de 35 años por presunto lavado de activos.
Alejandro Toledo, quien construyó una imagen de luchador por la democracia, fue sentenciado a 20 años y 6 meses por recibir 35 millones de dólares en sobornos. Ollanta Humala, quien hablaba de inclusión, terminó condenado a 15 años por aportes ilegales a sus campañas, junto a su esposa Nadine Heredia. Pedro Castillo, elegido por la indignación popular y la frustración acumulada, cayó por sus propios actos: un intento fallido de disolver el Congreso sentenciado a más de 14 años de pena privativa de libertad. Y Martín Vizcarra, quien se presentó como rostro de la lucha anticorrupción, ha sido sentenciado en primera instancia a 14 años por cohecho pasivo propio, en un proceso que él niega pero que refleja otra fractura en la credibilidad política.
¿Qué clase de país puede sostener su democracia si sus presidentes —figuras llamadas a encarnar la institucionalidad— terminan siendo símbolos de desconfianza, abuso y traición? ¿Cómo puede una sociedad avanzar si quienes debieron protegerla fueron, en muchos casos, los primeros en defraudarla?
La respuesta es tan amarga como clara: hemos construido un sistema que no selecciona a los más capaces, sino a los más oportunistas; un sistema que fomenta la improvisación, premia la demagogia y permite que redes de corrupción se incrusten en el Estado como termitas devorando madera vieja. La democracia peruana se ha convertido en un edificio sostenido por pilares agrietados: partidos inexistentes, campañas financiadas en la sombra, instituciones débiles y un electorado cansado, decepcionado y muchas veces manipulado.
Pero también hay un mensaje que no debemos ignorar: en el Perú, la justicia —aunque lenta, fragmentada y cuestionada— ha sido capaz de sentar en el banquillo a quienes se creían intocables. Ese es un valor que pocos países de la región pueden mostrar. No es motivo de orgullo, pero sí una señal de que existe un camino para corregir el rumbo.
Hoy, la gran tarea nacional no es solo castigar a quienes fallaron, sino impedir que la historia se repita. El país necesita reconstruir su sistema político desde la raíz, fortalecer instituciones, profesionalizar la gestión pública y exigir meritocracia, transparencia y ética. No más improvisación. No más caudillos. No más promesas vacías ni líderes que se desmoronan apenas llegan al poder.
Porque un país donde casi todos sus expresidentes están presos, procesados o desacreditados, no puede seguir mirando hacia otro lado. Es momento de entender que la corrupción no es solo un delito: es un cáncer que nos roba el futuro, destruye la confianza y condena a generaciones enteras a la desilusión.
El Perú merece algo mejor. Y es responsabilidad de todos —no solo de los gobernantes— empezar a construirlo.
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